La artista Sophie Calle ha trabajado con los objetos biográficos insertados en el espacio museístico. En “La Visite Guidée” (Museo de Arte Decorativo Boysmanns- van Beuningen de Rotterdam, 1995) expuso diversos elementos extraídos de sus vivencias personales, de la historia de su madre, la relación con su ex-marido, etc., y los mostró junto con obras de arte de la colección del Museo. Un cubo de plástico se exponía en una vitrina entre varias cerámicas medievales. El Museo activaba una operación de mistificación similar a la sacralización de los objetos supuestamente personales de los santos y las vírgenes en las iglesias. El universo autobiográfico de Sophie Calle se presenta como una lucha contra la caducidad de la memoria.
Salir del terreno de lo privado y saltar a lo público es precisamente lo que hacen las “retrospectivas introspectivas”. Porque el problema viene cuando objetos personales acaban en una vitrina y se convierten –por arte de aura– en generadores de fascinación.
Se trata de una práctica muy común en exposiciones que pretenden reificar históricamente a una figura, como a un escritor, un cineasta o un músico. La mayoría se dirige hacía una inflación de prestigio de la figura protagonista. Dando más importancia a eventos o anécdotas privadas que a la carrera profesional del representado. Es una iniciativa anacrónica. Ernst Kris y Otto Kurz diseccionaron en su libro La leyenda del artista la repetición de patrones a la hora de adornar la biografía de los artistas medievales. El paralelismo artista-héroe era explotado , con el fin de elevar su rango social e insertarle en la historia del arte. De nuevo la obra quedaba en un segundo nivel.
Ciertas retrospectivas introspectivas pretenden imitar esa táctica. El “vitrinismo” es una técnica rentable “de puertas afuera”. De “puertas adentro”, pocos son los espectadores que disfrutan del visionado de documentos, objetos cotidianos, servilletas manchadas y demás parafernalia doméstica.
Cuando los objetos son la obra. Cuando la retrospectiva no es convocada para venerar a una persona conocida, sino a un anónimo. Cuando se ironiza acerca de los grandes homenajes individuales. Ciertos elementos paródicos fueron introducidos en las curatorias de Harald Szeeman*. Si no paródicos sí al menos revolucionarios y contestatarios.
La exposición individual que organizó en torno a los objetos y dibujos del campesino Heinrich Anton Müller tiene mucho de todo eso. Müller enloqueció tras el robo de una máquina que había diseñado para recolectar las uvas de las viñas. En su internamiento en un manicomio, elaboró máquinas inútiles pero con interpretaciones sexuales. Por sus similitudes con las máquinas de Duchamp, y arrastrado por la fascinación que esos objetos le provocaron, Szeeman decidió traer al mundo del arte esos inventos en una retrospectiva desafiante, y lo expuso en 1972 en la documenta 5 de Kassel, junto con obras de Jean Tinguely y Daniel Spoerri. El artista no era un artista. La obra no era una obra. Uno de ellos se titulaba igual que la famosa obra de Duchamp, Etants Donné. Era un telescopio gigante que observaba a una máquina deforme dónde Müller creía ver unos genitales femeninos. Todo esto da otra dimensión a la afirmación “inmiscuirse entre el objeto biográfico y su poseedor es siempre, en potencia o en realidad, una operación de voyeur” que nos menciona Violette Morin en el libro El objeto biográfico. Los objetos de 1971. Szeeman fue más radical con su Museo de las Obsesiones, organizando en un apartamento una exposición de objetos personales de su abuelo, que era peluquero. La tituló “Grandfather”.
En Santiago de Chile aún se puede visitar la retrospectiva que ha organizado el Museo de la Solidaridad Salvador Allende a Lautaro Labbé. Excepcional, por un lado, por ser “la única posible” de un artista maltratado por motivos políticos. La pérdida, desaparición y destrucción de gran parte de su obra obligan a constreñirse a un breve número de piezas. Y es excepcional también por su naturaleza “terapéutica”. La retrospectiva de Labbé no se justifica por el volumen de obra, ni se justifica por la calidad de la obra, se justifica por una estrategia de re-significación. Es una retrospectiva política. Y si me permiten, merecida y necesaria.
A pesar de que cae en el comentado “vitrinismo”: se exponen documentos insustanciales en varias vitrinas con luz. El objetivo; colaborar en el demandado ajusticiamiento de la figura de Labbé. Pero no hay manipulaciones, como sí las hay en el Museo del Bicentenario de Buenos Aires. Lo expuesto allí es un recorrido, a través de vídeos, instalaciones y objetos personales, de la política pasada y reciente Argentina. La manipulación es ofensiva. Entramos en el campo de las retrospectivas despectivas.
Pongo el ejemplo más vergonzoso. En una vitrina encontramos una pluma estilográfica de oro de dieciocho quilates marca Bulgari, perteneciente a Carlos Saúl Menem y regalada por éste a Fernando de la Rúa. En la siguiente sala, se expone un birome bic negro, el clásico lápiz bic, medio mordido. Era el bolígrafo que usaba, desde que era gobernador en la provincia de Santa Cruz, Néstor Kirchner. La operación me recuerda a las películas de acción de baja calidad en las que, justo antes de que aparezca “el malo”, una música de suspense adelanta su presencia. En ambos casos sabemos que hay un “bueno” y un “malo”, pero, ¿porqué nos tratan como a niños? Y que conste que yo, de ser algo (que no lo soy) sería kirchnerista, a pesar de la Kirchner. Pero ese culto a la imagen creada es bochornoso.
Tras varias horas de cavilaciones me levanto del water y me despido de Neruda, a través de la tienda de souvenirs de su casa museo. Podría comprarlo todo y abrir en mi casa otro Nerudabucks, una retrospectiva introspectiva ajena y artificial. Disfrazarme de Neruda y hacerme una foto con mi zapato en la cabeza. Aunque no creo que eso me dotara una capacidad poética como la de Pablo.
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